En 2015, Maloti, a sus trece años, fue llevada a Daca la
capital del Bangladesh por un familiar suyo que le quería ayudar a conseguir un
empleo y a estudiar. El trabajo fue con una “familia rica musulmana”. Después de
casi tres años sin tener noticias de ella, Maloti fue traída a su aldea hace
unos días moribunda. No podía hablar, levantarse, sentarse, comer; y en pocas horas
murió. Su débil cuerpo, torturado por indecibles abusos, fue sepultado pocas horas
después y, con él, fue enterrada también la única prueba de esta horrorosa
injusticia. Una injusticia que es pan cotidiano en esta parte del mundo. Muchas
niñas pobres, musulmanas, hindús o cristianas son “contratadas” para trabajos serviles
en casas de familia. Son esclavas en todo el sentido de la palabra. Deben servir
a sus patrones como ellos dispongan, y como para Maloti, el desenlace muchas
veces es trágico.
Pero qué terrible es cuando a la pobreza material de nuestros
tribales en Bangladesh se une la pobreza de espíritu. Pues cuando le pregunte
al padre de Maloti si había denunciado el caso o si necesitaba ayuda para hacerlo, cambio la historia. Para él Maloti simplemente se enfermó y murió. Enfermos y
muertos sí, pero no ella sino aquellos que cometieron este crimen y nosotros que
permitimos que siga pasando.
Señor, Maloti sufrió lo indecible, como tu en la cruz. No
hubo quién la defendiera ante sus agresores. Sea tuya Señor la venganza; apiádate
de ellos, pero también de nosotros que omitimos nuestro deber de luchar por la
justicia. Amén